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  ULISES CRIOLLO
 

ULISES CRIOLLO

 

MI PUEBLO

Habitábamos una casa de pueblo. Sala, con mecedoras, mesa al centro, sillas endosadas a la pared; a la vuelta una serie de alcobas en fila. En la primera dormían mis padres; en Seguida mis hermanas; luego, en otra, la abuela y, al final, estaba la mía, pequeña, pero con salida al patio principal. Las puertas interiores quedaban abiertas en largo paso que mi madre podía recorrer con la vista desde su habitación. Una lámpara de petróleo ardía en el umbral de mi puerta, iluminando toda la noche el pasillo interior. Me tocaba dormir solo porque era ya, según decían, un hombre; padecía, sin embargo, los más extraños terrores de mi vida.

Nuestros vecinos eran pacíficos, nada había que temer de ellos; pero el pavor me lo causaban ciertos poderes invisibles sensibles solo al tacto. Me andaban por las pantorrillas, me helaban la espina, me atemorizaban con sus murmullos y saltos. Apenas me cubría con las ropas de la cama, y no obstante las oraciones previamente recitadas de hinojos, los pequeños monstruos comenzaban a agitarse, desarrollando holgorios y peleas.

Al cobijarme con su beso de despedida, mi madre me encomendaba al "ángel de la guarda"; pero su protección valiosa en las regiones altas no impedía que por el suelo y por debajo de la cama se mantuviese autónomo el reino de sombras y engendros.

Mientras más me encubría y acurrucaba, mayor era el estrépito, más insolentes las burlas de los seres subhumanos, humanos, enanitos ridículos, pero de brazos tan fuertes que podían cogerle a uno por el tobillo y sujetarlo, deshacerlo casi, dentro de la cámara a media luz. Algunas noches mi espanto era tan vivo, que no podía reprimir algún grito; pedía más luz y decía que algo andaba debajo de la cama. Mi padre se mostraba irritado con mis aprensiones, las calificaba de patrañas y miedo.

Mi madre, más paciente, me tomaba la mano, la ponía en la señal de la cruz y me persignaba. —Así los espanto —decía—; contra esto no pueden los malos espíritus. Basta enseñarles los dedos en cruz; piensa en la cruz. Aliviado interiormente y apretado a mi signo mágico, acababa durmiendo tranquilo y en paz. Pero noches después volvía el sobresalto. Soportaba sin queja los terrores que daban sudor frío.

Me fallaban todas las tentativas de imponer serenidad, hasta que acudí a un remedio violento. Desde por la tarde, en secreto, elegí un palo grueso y lo escondí en un rincón. Al primer rumor nocturno emprendería una batida por toda la casa. Disimulé hasta que todos se hubieron dormido, y ya casi lamentaba que fueran a fallarme los aparecidos, pero no tardaron en comenzar sus pláticas confusas Al instante brinqué fuera de la cama, tomé el palo y echándome boca abajo, barrí a garrotazos por debajo del lecho, picando por el ángulo oscuro. Contra lo que esperaba, no se oyó chillido ni queja; únicamente en dirección de la puerta del patio una como carrera precipitada. . .

Tras de ella salí con mi garrote en una mano y nuestra lámpara en la otra. Nada hallé en el primer patio y me metí por el corral. La linterna trazaba un largo reflejo móvil, la oscuridad era densa. Súbitamente me estremeció una sombra confusa; concentrando toda mi energía levanté el palo y pegué con fuerza. Algo se vino al suelo; en seguida saltó cacareando. Las otras gallinas se removieron en el árbol que les servía de abrigo. La risa me venció: después, el bochorno; pero dormí esa noche a pierna suelta y ya no volví a pensar en los duendes.

En cambio, días y meses me persiguieron mis hermanas con burlas por la aventura de las gallinas. Mi padre se había asomado a la escuela del lugar; vio los bancos desvencijados, el piso de tierra y un maestro de palmeta y pañuelo amarrado a la cabeza, y desistió.

Más tarde empezó a darme clases particulares un maestro Calderón. No era nuestro pariente, sino solo un homónimo. De buena presencia, barba negra y rostro pálido, nos dio las primeras nociones sobre el artículo y el sustantivo, el verbo y el participio. También nos puso a hacer sumas y divisiones, pero nos aburría y no adelantábamos. Mucho más nos divertían ciertas lecturas que escogía mi madre.

Como ejercicio de memoria nos puso una fábula de José María Samaniego: A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron, que por golosas murieron presas de patas en él... No garantizo la fidelidad de la poética. Desde entonces me preocupaba el contenido y no la forma. Leíamos también un compendio de Historia de México, deteniéndonos en la tarea de los españoles que vinieron a cristianizar a los indios y a extirparles su idolatría. Que hubiera habido adoradores de ídolos me parecía estúpido; el concepto del espíritu me era más familiar que cualquier plástica humana.

 

ULISES CRIOLLO de José Vasconcelos.

Tomado de Retrieved from https://lh2.weebly.com/uploads/2/3/9/0/23909114/220219697-ulises-1937.pdf

 

 

 
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