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  TEXTO DE DANIEL PRIETO CASTILLO
 
NOTAS SOBRE EL TRABAJO DISCURSIVO
 
DANIEL PRIETO CASTILLO
 
 
Incluyo a continuación un texto escrito con un propósito poético-reflexivo, con motivo de un taller sobre la niñez al que nunca asistí. Transcribo tal cual, a riesgo de hacer sentir a mis lectores que nos salimos del asunto.
 
 
 
Emergemos al ser por el lenguaje. Desde la cuna, nos vamos entretejiendo como humanos en una relación íntima con las palabras y los gestos. Todo nos habla y no cesamos de aprender significados, todo nos llama con palabras y gestos. Nada más ni nada menos, estamos en medio de la palabra y estamos constituidos profundamente por ella.
Pero las palabras son el rostro del otro, y pueden ser terribles, cargadas de violencia, o dulces como las primeras mieles. Y también pueden ser pobres, apenas balbuceos vacíos, estrechos, incapaces de abrirnos al mundo. No tenemos otra apertura al mundo que la mirada, la caricia y la palabra. Cuando ellas se cierran apenas si nos asomamos a un espacio infinito.
 
Recuerdo el Popol Vuh, aquello de los hombres que veían demasiado lejos y fueron condenados por los dioses a la condición humana, a ver sólo de cerca. Si a esa cercanía le sumamos la estrechez del lenguaje, la caricia y la mirada, poco nos queda como camino a la humanización. ¿Qué es ésta sino el intento de ampliar ese horizonte demasiado cercano? ¿Oué ha sido sino el incesante esfuerzo por mirar y sentir más allá de tanta cercanía?
 
Pero el ver requiere de instrumentos, de vías para extender nuestra mirada y nuestro aliento y uno de los más importantes es el lenguaje. ¿Hasta dónde puede ver alguien literalmente deslenguado?
 
Las palabras nos acunan o se nos clavan como agujas, ríen o nos muestran muecas terribles, descorren horizontes o cierran todos los accesos a los demás. Ay de quienes crecen entre palabras como lanzas, ay de quienes son acunados por la violencia, ay de quienes son condenados a estrellarse de por vida contra un universo oscuro de palabras, ay de quienes resultan habitados por palabras salvajes, opacas, densas como la lava profunda de un volcán.
 
Las palabras no son las cosas, decía, el viejo Platón, pero nos permiten ir hacia ellas. Y hacia nosotros mismos, supimos más tarde, y hacia el otro, ese horizonte de posibilidad humana contra el que puedes golpearte como contra piedras o llenarte de luz como contra arcoiris. Eres aquello que te habita. Nada más. A favor o en contra te revolverás durante todos tus días contra ese muro o ese arcoiris internos.
 
No hay escapatoria. Cuando emerges a la luz, te reciben las palabras, las miradas y las caricias, son ellas quienes te constituyen el ser, quienes deciden lo que serás, aun como rebeldía, como intento de sacártelas de adentro.
 
El infierno son los otros, escribía Sartre, la mirada de los otros es el infierno. Un tipo de infierno, sin duda, el más común, sobre todo en éstos nuestros pobres pueblos. La mirada como amenaza, obsesión, látigo, o la otra, la transparente, la capaz de hacerte sentir sostenido en este mundo de Tezcatlipoca, el terrible dios azteca de la incertidumbre; el golpe y la caricia, las palabras lanza o arcoiris. Así crecemos, así se nos va dando el ser y así somos marcados para toda la pobrecita existencia.
 
Por esa mirada, caricia, palabra, son una con­quista, son parte de un difícil proceso de humanización que por momentos aparece cada vez más lejano. Accedemos al ser a través de ellas, nos niegan el ser cuando faltan, cuando se vuelven muro, golpe, lanza. Y esa negación supone límites, la estrechez de miras y de sueños, la terrible confusión entre una miserable versión de las cosas con las cosas mismas.
 
Los dioses nos condenaron a mirar de cerca, pero ha sido tarea nuestra el reducir aun más la mirada. A nadie lo condenan a mirar tan de cerca, sólo obra nuestra habrá sido, sólo un empecinamiento en horizontes de asfixia. Y para ello la terca violencia, porque todo cierre de tu humanización es violencia, venga de donde venga. Son violencia la mirada muro, el golpe, la palabra lanza.
 
Pobrecitos cuerpos atravesados desde niños por la palabra lanza, pobrecitas heridas que jamás cerrarán, pobrecitas llagas abiertas a cualquier viento, a cualquier mirada. Larva precaria el hombre, cualquier brisa lo daña, y las palabras son la primera brisa para la piel, brisa que arrulla o muerde, que se desliza como una caricia, y penetra como ella, o se clava, espinuda, sarcástica, desgarradora de carne.
 
¿Vendrán de allí tanto odio, tanta capacidad de destruir? Tal vez, tal vez vienen de allí, del tiempo larval, de las primeras miradas, caricias y palabras.
 
 
 
 
 
 
 
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