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  LAS RIQUEZAS DE ESTE MUNDO
 
LAS RIQUEZAS DE ESTE MUNDO
 
Los animales ¿son ricos o pobres? No parece que ese problema les interese demasiado, a pesar de lo que pueden dar a entender fabulillas demasiado antropomórficas como aquella de la cigarra y la hormiga. Los animales tienen necesidades que atender: comida, cobijo, procreación, defensa contra sus enemigos... A veces logran satisfacerlas convenientemente y en otros casos fracasan: si este fracaso es demasiado grave o muy prolongado lo más probable es que mueran, por lo cual todos los bichos son extremadamente diligentes en procurarse lo que necesitan. Además, tienen ideas muy claras sobre lo que les hace falta: pueden equivocarse al buscarlo, pero nunca se equivocan en lo que tienen que buscar. Tienen más bien pocos caprichos y desde luego no fantasean
nunca. Cuando ya han cubierto sus necesidades, los animales disfrutan y descansan; no se dedican a inventar necesidades nuevas ni más sofisticadas que aquellas para las que están «programados» naturalmente (me refiero, claro está, a los animales en su estado salvaje, no a los que han sido más o menos «civilizados» por el hombre). Llamar «ricos» a los animales que satisfacen sus necesidades y «pobres» a los que no lo consiguen parece un poco exagerado pero, en fin, a tu gusto lo dejo...
 
 
El caso de los humanos es bastante diferente, supongo que estarás de acuerdo conmigo. La gran diferencia consiste en que los humanos no sabemos lo que necesitamos. Es decir: desde un punto de vista estrictamente zoológico, sabemos que necesitamos comida, cobijo, procreación, defensa y el resto de esas cosas que también requieren otros mamíferos semejantes a nosotros. Pero cada una de
esas necesidades básicas nos la representamos acompañada de requisitos exquisitos que la complican hasta el punto de hacerla casi infinita, insaciable: ahora queremos comer, luego queremos comer tal o cual cosa, después estamos dispuestos a jugarnos la vida para comer precisamente aquello que consideramos más digno de ser comido por nosotros, de vez en cuando nos ponemos a dieta o hacemos huelga de hambre; primero nos cobijamos bajo una roca, luego en una cueva, más tarde en lo alto de un árbol, después construimos empalizadas, fortalezas, rascacielos... De las complejidades sucesivas que nos ha traído la reproducción sexual, para qué voy a contarte.
 
Cuando un animal satisface una necesidad, la deja de lado hasta que vuelva a presentarse su urgencia: nosotros seguimos teniéndola presente y nos ponemos a pensar sobre cómo satisfacerla más y mejor. Los animales buscan, nosotros somos rebuscados. Cada necesidad es lo que es (física, zoológicamente) pero también es todo lo que nosotros queremos que sea, lo que queremos que llegue a ser: de modo que cada necesidad satisfecha no produce sólo alivio y reposo, sino también inquietud, afán de más y mejor, siempre más y mejor. Antes te he dicho que el problema es que los hombres no sabemos lo que necesitamos; me refiero a que no sabemos lo que necesitamos porque no sabemos lo que queremos. Y «querer», para los humanos, es la primera y más imprevisible de las necesidades. Permíteme un poco de gimnasia dialéctica: los animales quieren (es decir, apetecen según sus necesidades) porque viven, mientras que los hombres vivimos... porque queremos. Este vivir para querer en lugar de querer para vivir (como los animales) nos ha traído a los humanos muchísimas complicaciones: al conjunto de todas esas complicaciones le damos el nombre de cultura y, poniéndonos más soberbiamente modernos, civilización. No me preguntes si cultura y civilización son buenas o malas; no me preguntes si estaríamos mejor viviendo según nuestras necesidades naturales, como los demás bichos. Soy de los que piensan que lo «natural» entre los humanos es producir cultura y civilización. Pero hay discrepantes cuya opinión es mucho más importante que la mía.
 
En el siglo XVIII el filósofo Jean-Jacques Rousseau atribuyó al desarrollo de la civilización la desigualdad, la explotación, la rivalidad entre los humanos y casi todos los restantes males de nuestra condición. «Todos los hombres nacen libres y en todas partes viven encadenados», dijo Rousseau: encadenados por los convencionalismos, las instituciones y los prejuicios sociales. En el origen, los hombres vivían solitarios, sin lenguaje, respondiendo solamente a sus instintos naturales. No tenían posesiones y no obedecían a nadie más que a la naturaleza (estaban sujetos por sus leyes pero no eran sujetos de sus leyes, es decir, no las inventaban ellos). Sin embargo, los humanos tenían ya una facultad que los animales no tienen: la facultad de perfeccionarse. O sea, volvemos a lo que yo te decía antes: «siempre más y mejor». Así que se reunieron, comenzaron a hablar, se imitaron unos a otros, se empeñaron en destacar unos sobre otros, aprendieron a no conformarse con nada de lo que tenían, etc... Y ahora, pues así nos vemos. Quede claro que Rousseau no recomendaba volver al estado natural primitivo, cosa que muy sensatamente tenía por imposible, sino organizar la sociedad y reformar la educación de tal modo que recuperemos una especie de «segunda naturaleza», una naturaleza... artificial en la que se hayan corregido la mayoría de nuestras desigualdades y de los vasallajes que nos oprimen. Si Rousseau no predicaba el retorno a la naturaleza, imagínate yo, que creo en el «buen salvaje» bastante menos que él. Escribo estas palabras en un ordenador, tú vas a leerlas gracias a la luz eléctrica y por mediación de la industria editorial, estoy deseando terminar esta página para irme a ver una película en la televisión y como me duele un poco la cabeza de tanto pensar voy a tomarme en seguida una aspirina: de modo que si empezara ahora a proclamar lo mala que me parece la civilización sería pura palabrería.
 
Yo no quiero que la civilización desaparezca ni disminuya, al contrario: lo que quiero es que se civilice bastante más. Además, las sociedades humanas inventan
cosas (normas, técnicas, teorías...) pero nunca «desinventan» nada. Cuando algo de lo que ya está inventado no nos gusta no puede ser desinventado sino sustituido por otra invención mejor. Para curarnos de lo que ya hemos inventado no hay otro camino que seguir inventando... más y mejor. La institución social a la que Rousseau atribuía la raíz de nuestros peores problemas es la propiedad. En cuanto un hombre espabilado cercó un campo y dijo «esto es mío», siendo creído por quienes le escuchaban, comenzaron todos los conflictos entre ricos y pobres, la explotación, etc. Por lo menos, así lo ve Rousseau. Decir (¡y establecer legalmente!) lo tuyo y lo mío es la causa de los innumerables sinsabores que desembocan en el Estado, la policía, los bancos, el aprovecharnos unos de otros y el resto de las esclavitudes vigentes. El origen de la auténtica desigualdad entre los hombres no es político, dice Rousseau, sino económico. En efecto, los antropólogos coinciden en que las sociedades primitivas son muy igualitarias en lo económico (de las desigualdades de fuerza, linaje y jerarquía ya hemos hablado antes), es decir que sus miembros tienen pocas cosas propias, casi todos más o menos las mismas y que lo más valioso suele ser de propiedad común. Sin embargo, observa que ya aquí la individualidad (es decir, la independencia y la autonomía, la capacidad de decidir) está ligada a la posesión de ciertas cosas: como en las tribus la «individualidad» efectiva es la del grupo, la propiedad es también principalmente común. Son igualitarios entre sí, pero no con sus vecinos, a los que les encanta superar en «grandeza» y a los que desde luego no consienten apoderarse de sus bienes. Cuando son los miembros del grupo los que se van haciendo depositarios de la individualidad, es decir, cuando la individualidad se hace por así decirlo privada, particular... la propiedad también se hace particular y privada. Si lo prefieres, el proceso es inverso: a partir de propiedades privadas, van surgiendo individuos privados...
 
De nuevo la cuestión: ¿es bueno o malo este resultado? Te contesto, como antes, que pasó hace tanto tiempo que ya no me acuerdo y que me da igual. Las mentalidades espléndidas pero tajantes necesidades. Permíteme un poco de gimnasia dialéctica: los animales quieren (es decir, apetecen según sus necesidades) porque viven, mientras que los hombres vivimos... porque queremos. Este vivir para querer en lugar de querer para vivir (como los animales) nos ha traído a los humanos muchísimas complicaciones: al conjunto de todas esas complicaciones le damos el nombre de cultura y, poniéndonos más soberbiamente modernos, civilización. No me preguntes si cultura y civilización son buenas o malas; no me preguntes si estaríamos mejor viviendo según nuestras necesidades naturales, como los demás bichos. Soy de los que piensan que lo «natural» entre los humanos es producir cultura y civilización. Pero hay discrepantes cuya opinión es mucho más importante que la mía. En el siglo XVIII el filósofo Jean-Jacques Rousseau atribuyó al desarrollo de la civilización la desigualdad, la explotación, la rivalidad entre los humanos y casi todos los restantes males de nuestra condición. «Todos los hombres nacen libres y en todas partes viven encadenados», dijo Rousseau: encadenados por los convencionalismos, las instituciones y los prejuicios sociales. En el origen, los hombres vivían solitarios, sin lenguaje, respondiendo solamente a sus instintos naturales. No tenían posesiones y no obedecían a nadie más que a la naturaleza (estaban sujetos por sus leyes pero no eran sujetos de sus leyes, es decir, no las inventaban ellos). Sin embargo, los humanos tenían ya una facultad que los animales no tienen: la facultad de perfeccionarse. O sea, volvemos a lo que yo te decía antes: «siempre más y mejor». Así que se reunieron, comenzaron a hablar, se imitaron unos a otros, se empeñaron en destacar unos sobre otros, aprendieron a no conformarse con nada de lo que tenían, etc... Y ahora, pues así nos vemos. Quede claro que Rousseau no recomendaba volver al estado natural primitivo, cosa que muy sensatamente tenía por imposible, sino organizar la sociedad y reformar la educación de tal modo que recuperemos una especie de «segunda naturaleza», una naturaleza... artificial en la que se hayan corregido la mayoría de nuestras desigualdades y de los vasallajes que nos oprimen. Si Rousseau no predicaba el retorno a la naturaleza, imagínate yo, que creo en el «buen salvaje» bastante menos que él. Escribo estas palabras en un ordenador, tú vas a leerlas gracias a la luz eléctrica y por mediación de la industria editorial, estoy deseando terminar esta página para irme a ver una película en la televisión y como me duele un poco la cabeza de tanto pensar voy a tomarme en seguida una aspirina: de modo que si empezara ahora a proclamar lo mala que me parece la civilización sería pura palabrería. Yo no quiero que la civilización desaparezca ni disminuya, al
contrario: lo que quiero es que se civilice bastante más. Además, las sociedades humanas inventan cosas (normas, técnicas, teorías...) pero nunca «desinventan» nada. Cuando algo de lo que ya está inventado no nos gusta no puede ser desinventado sino sustituido por otra invención mejor. Para curarnos de lo que ya hemos inventado no hay otro camino que seguir inventando... más y mejor.
 
 
 
 
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