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  TEXTO DE MÓNICA LAVÍN
 

¿Para qué sirve leer novelas y cuentos?

 

La lectura no sirve para ganar más dinero, ni siquiera se puede anotar en el currículum: fulano ha leído La Iliada y La Odisea, Robinson Crusoe, Cien años de soledad y Pedro Páramo. Lee dos libros por mes, 15 por año. No es una información que se solicite, que se fomente, que tenga precio en el mercado de trabajo. Tal vez porque el mercado laboral no ha dado el peso suficiente al aprendizaje sutil que deviene de la lectura de ficción: formativo más que informativo. Nuestra formación lectora no es requisito para entrar a una carrera universitaria. La sicóloga no nos preguntará: ¿Cómo empezó su relación con los libros? ¿Leía a escondidas, subrayaba, los robaba en las librerías, los pedía prestados, los arrugaba, los despreciaba?

Qué inofensivos se han vuelto los oscuros objetos del deseo, a nombre de quien se edificaron hogueras atroces que arrasaron con palabras. Los libros a lo largo de la historia han sido quemados por una razón universal. La palabra porta ideas, atiza cabezas, incita, los libros son gérmenes subversivos. Se han censurado libros en nombre de Dios, de la moral, de la política. ¿Y esto no nos provoca? El propio Miguel de Cervantes escribió —sin duda alabando el poder de los libros— sobre el efecto que tuvieron en Don Alonso Quijano, e hizo mofa de la quema que llevaron a cabo el cura y el bachiller por considerarlos culpables de su locura. Así lo introduce el autor en el primer capítulo: Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda; y llegó al tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos […]

[…] En resolución se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.Tiene sentido la afirmación de Jean Paul Sartre: el deseo de leer es violar lo oscuro. Tras las inciertas portadas de un libro, y en su contenido estático, hay un mundo que bulle, hay palabras que construyen formas, emociones que manan de un mundo que crece bajo nuestros ojos y en nuestro ánimo. El intelecto participa del festín de las palabras. Libros culpables de encender hogueras en las mentes, libros prohibidos y autores condenados a muerte como Salman Rshdie en Irán, libros que en sus ficciones, en sus mundos de papel inflamable gritan verdades y hostigan espíritus. Una historia, cualquier historia, es más que la anécdota que nos cuenta. Cuando sentimos la conmoción de lo que yace bajo las palabras estamos frente a la literatura.

Mientras el cura y el barbero entraban a la biblioteca de Don Alonso Quijano que había salido ya con Rocinante y con aquel recipiente de peluquería invertido sobre la cabeza como casco o yelmo, la sobrina dijo respecto a los libros:

[…] no hay que perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojadlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera y no ofenderá el humo.

Una novela de ciencia ficción, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, pinta una hipotética ciudad del futuro donde los libros están proscritos. Un régimen totalitario que en aras de la eficiencia controla los pensamientos y placeres de los ciudadanos. Poseer libros, esconderlos, es un delito. Un grupo de subversivos que vive en el bosque ha tenido que memorizar las grandes obras de la literatura para preservarlas. Así uno de los viejos es La guerra y la paz, otro Tom Sawyer, Ana Karenina. A su vez recitan las palabras de estos libros a los más jóvenes para que sean ellos los depositarios del legado tan finito como la vida y la memoria y su capacidad de trasmitirlo. Los 451 grados Fahrenheit son la temperatura a la que arde el papel.

¿Entonces si los libros no sirven para nada, por qué han sido sentenciados y satanizados a lo largo de la historia? Los libros felizmente nos muestran un mundo más amplio; cargan ideas, vivencias, emociones, nos hacen pensar, sentir, disentir. La lectura como experiencia nos marca. En términos concretos —aunque no lo podamos sumar a nuestra ficha curricular— nos permiten expresarnos mejor, conocer las palabras adecuadas, construir ideas y comunicarlas. Pero sobre todo los libros nos permiten experimentar un mundo más amplio, infinitos puntos de vista, tiempos y espacios. La literatura explora la calidad humana: es su materia. Leer es conocer, comprender y tolerar. Leer es codearse con la belleza.

Mónica Lavín (2001), en Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura. México, Lectorum, pp. 21-23

 

 

Dónde está la cultura del esfuerzo
Pilar Jericó. El País, 19 de marzo de 2014
Un amigo mío me contó la siguiente anécdota: Iba en el coche con sus hijos, salió a echar gasolina y al regreso, el niño mayor de seis años comenzó a gritar enfadado porque no le había comprado unas patatas fritas. El padre arrancó el coche y el niño gritó aún más. Cuando se le pasó el berrinche, después de casi 30 minutos, le dijo al padre: “Tú siempre me has dicho que puedo conseguir todo aquello que me proponga. Yo quería unas patatas y tú no me las has dado”. Y aquí está el principal problema de la educación a las futuras generaciones: se confunde el esfuerzo con el capricho. La psicología positiva nos enseña que podemos soñar, que debemos luchar por los que anhelamos, pero todo ese camino no está exento de trabajo y de esfuerzo. El mero deseo no es suficiente. Las cosas debemos ganárnoslas. Y desgraciadamente, no parece que se esté enseñando a los niños a conseguir las cosas por el esfuerzo y no “porque yo lo valgo”.
 
Necesitamos recuperar la cultura del esfuerzo. Es el único camino para desarrollar el talento, para ser competitivo como persona y como sociedad. No hay nadie brillante que no tenga detrás de sí muchas horas de entrenamiento. Como concluyó Howard Gardner, después de estudiar a personas extraordinarias por su desempeño: todos ellos habían trabajado duramente durante al menos diez años. Malcolm Gladwell lo bautiza como la regla de las 10.000 horas de trabajo y Larry Bird, uno de los grandes jugadores de la NBA, lo resumió del siguiente modo: “Es curioso, cuanto más entrenamos, más suerte tenemos”.
Es posible que los niños estén “pagando el pato” de la educación espartana que hemos vivido en otras generaciones o de separaciones dolorosas, donde se intercambia cariño por caprichos. Muchos padres con una buenísima intención no siempre están preparando a los futuros profesionales y ciudadanos para un mundo donde el talento va a ser diferencial. La cultura del esfuerzo conlleva soñar un objetivo, proyectar una estrategia, identificar posibles recursos, crear nuevos hábitos y, por supuesto, asumir la posible frustración. El capricho no entiende de “no”; mientras que el esfuerzo conoce los obstáculos, pero no se rinde ante ellos. De ahí que sea tan importante, y desgraciadamente, la educación no parece que esté orientada a la cultura del esfuerzo; ni los sistemas educativos más volcados en cuestiones políticas, que en herramientas prácticas para la vida. Necesitamos enseñar inteligencia emocional y la necesidad de ganarnos las cosas por el trabajo que realizamos.
 
Educar no es fácil, lo sabemos, pero no olvidemos que España está a la cola de los resultados de excelencia académica (estamos en el puesto 34, según el informe PISA, de los países de la OCDE). Posiblemente, si pudiéramos recuperar la cultura del esfuerzo algunos de dichos resultados cambiarían. Y no lo olvidemos, todo comienza en casa y en cada una de las enseñanzas que brindamos a nuestros hijos hasta el momento en el que nos paramos a echar gasolina.
 

PROFESORES 
Confundir horas lectivas con horas de trabajo no es gratuito, es una manera de contribuir al lugar común de que los profesores trabajan poco. Tampoco es nuevo: siempre que se trata de estrechar los derechos laborales en la enseñanza alguien deja caer, como de manera inocente, que los docentes de la educación pública gozan de más ventajas que el resto de los trabajadores. Por más que se informe sobre los desafíos a los que se enfrenta un profesor en nuestros días, siempre habrá un buen ciudadano que llame a la radio o escriba al periódico para informar, por ejemplo, de las largas vacaciones que disfrutan los maestros. Es un clásico. A los políticos se les llena la boca con que no hay inversión más útil en nuestro país que la destinada a educación, hasta que un día se ponen a hacer números y empiezan por ahí: prescindiendo de interinos y poniendo sobre los hombros de cada trabajador dos horas más.
Explicar que ser profesor no consiste solo en dar clase debería de ser innecesario. ¿Qué consideración se les tiene a los docentes si se extiende esa idea? El profesor enseña, pero también corrige, ha de preparar sus clases, perder un tiempo precioso en absurdos requerimientos burocráticos y, en ocasiones, hacer labores de trabajador social. La educación requiere ahora más energía que nunca y no es infrecuente que el enseñante desarrolle patologías físicas o psíquicas.
Su trabajo cansa, es más duro que muchos de los trabajos que nosotros realizamos. Los niños y los adolescentes son grandes devoradores de la energía adulta. Los escritores que hemos visitado colegios e institutos lo sabemos: dos horas dando una charla ante una vampírica muchachada te dejan para el arrastre. ¿Cómo pretenden los responsables del injustificable derroche autonómico que se comprenda que el sacrificio ha de comenzar por los que ya están sacrificados?

Ediciones El País. (2011, September 7). Columna | Profesores. Retrieved September 24, 2020, from EL PAÍS website: https://elpais.com/diario/2011/09/07/ultima/1315346401_850215.html
 
 
 
 



 
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